Comentario
Por Claudio Ratier
Se estrena El anillo
Debido a la inauguración del Festival de Bayreuth, una tranquila localidad de la Alta Franconia en Baviera, la sencilla vida se vio trastornada por la enorme afluencia de visitantes. Ni los albergues ni los restaurantes daban abasto y la inevitable ineficiencia no impidió que los fabricantes de souvenirs aprovechasen la ocasión: medallitas que evocaban a los nibelungos y corbatas “a lo Wagner”, se vendían a los interesados. El terrible calor no ayudaba a sobrellevar los contratiempos y el 12 de agosto de 1876, todo se mostraba listo para el comienzo de una era nueva.
El Festspielhaus, rojizo y erguido sobre las colinas verdes, estaba repleto y entre los ilustres huéspedes se contaron el Kaiser Guillermo I de Alemania, Dom Pedro II de Brasil y el Rey de Württenberg. (Luis II de Baviera concurrió a los ensayos generales pero como no quería ser visto por sus pares, no fue al estreno y recién se apersonó para el tercer ciclo.) Franz Liszt, Camille Saint-Saëns, Anton Bruckner y Piotr Tchaikovsky se contaron entre los músicos, además de otras celebridades del arte, la política y la nobleza. Ese mismo día terminó de instalarse la iluminación a gas y como no podía ser regulada, a las 18.30 se apagó de golpe y el recinto quedó en la más compacta oscuridad.
Bajo la dirección de Hans Richter, los intérpretes principales del primer
Anillo de la historia fueron Franz Betz (Wotan), Amalie Materna (Brünnhilde), Georg Unger (Siegfried), Albert Niemann (Siegmund), Josefine Scheffsky (Sieglinde), Karl Hill (Alberich), Karl Schlosser (Mime), Gustav Siehr (Hagen), Friedericke Grün (Fricka) y Louise Jadie (Erda). Parte por parte, intentaremos sintetizar qué pasó a lo largo de esas cuatro jornadas.
12 de agosto:
Das Rheingold. Consta que durante el prólogo a la
Tetralogía y las jornadas siguientes, sucedieron errores técnicos que no tuvieron lugar durante los ensayos generales. Estos empañaron la marcha de la superproducción y las mutaciones escénicas fueron críticas, al punto que por una falla de coordinación quedó descubierta ante el público la pared trasera del escenario con los técnicos en ropas de trabajo. Pero a pesar de esto, al finalizar la función el público ovacionó el espectáculo y durante más de media hora llamó a Wagner al proscenio, pero no apareció: estaba fuera de sí y solo se calmó cuando Dom Pedro II lo visitó por la noche en Wahnfried (su hogar). Más tarde y en nombre de la “religión wagneriana” se demolió con encarnizamiento al testigo Paul Lindau, por haber expresado la verdad sobre esas cuatro jornadas en
Nüchterne Briefen aus Bayreuth (Cartas objetivas desde Bayreuth). Es interesante su conclusión de que en la primera noche los wagnerianos no se mostraron tan satisfechos como hubiesen deseado, mientras que los detractores no se sintieron tan decepcionados.
13 de agosto:
Die Walküre. Para la mayoría del auditorio los actos fueron largos y observó Lindau: “Wagner dice todo lo que tiene en el corazón, y, si no me engaño, a veces algo más”. Otra vez el problema estuvo en lo visual y el dispositivo escénico inicialmente se mostró pobre. La prensa hizo su ataque, que se reflejó en la merma de público para los dos ciclos siguientes y en el aumento del déficit económico. Pero Lindau no deja de reflejar su entusiasmo al comienzo del tercer acto, la “cabalgata de las valquirias”, donde la música, ayudada por la linterna mágica para la proyección de las guerreras hijas de Wotan, que cabalgaban entre las nubes, produjo un efecto que desató una ovación enorme
16 de agosto:
Siegfried. Por enfermedad del barítono Franz Betz, el ciclo fue interrumpido y retomado algunos días más tarde. Arrebatado por el entusiasmo, Lindau escribió: “Es indescriptible lo que Wagner ha pretendido y conseguido hacer aquí con la orquesta (…). En verdad esta es el único ejecutor de la acción, el verdadero héroe. Acciona el fuelle jadeante y hace saltar las chispas de la fragua. Funde, cuela, martillea y lima… Lo hace todo. En un desarrollo menos genial sería puerilidad; tal como lo hace Wagner es grandioso. ¡Es prodigioso! La escena de la forja posee una autenticidad digna de total admiración. No menos importante resulta la orquesta en el segundo acto. Por todo este acto muy largo corre un murmullo, un suspiro y un dolor inconcretos que hacen del todo algo emocionante.”
En el segundo acto el dragón Fafner acaparó tanta atención, que a manera de una atracción de feria hizo olvidar a los presentes la música y el texto. Nadie había visto jamás cosa semejante sobre las tablas. Y Lindau concluye así: “quienquiera que abandonara ayer el Festspielhaus llevaba consigo el profundo convencimiento de que aquí le había sido ofrecida la más grandiosa obra de un artista grandioso”.
17 de agosto:
Götterdämmerung. Al subir a escena la última jornada del Anillo sucedieron nuevos imprevistos con las tramoyas, que sobre el final impidieron el derrumbe del palacio de los guibichungos. Estos tropiezos no ayudaron a contrarrestar la opinión general, que sostuvo que la obra era demasiado larga y repetitiva. Lindau no se entusiasmó como durante la jornada anterior, hasta que ese entusiasmo renació cerca del final: “La muerte de Siegfried es un cuadro dramáticamente al estilo más grandioso, grandioso en la concepción e igualmente tan grandioso en el desarrollo. Así muere un héroe, así ha de ser llorado, así ha de dársele sepultura. Si Wagner no hubiera creado otra cosa que esta poderosa imagen, ella sola le daría ya derecho a contarse entre los grandes artistas de todos los tiempos” (esta y las otras citas pertenecen a Dellin, op. cit., pp. 583 a 586).
Al final de la representación, Wagner sintió el frío de una incomprensión general. Fue duro con los artistas y con el público, hasta que inmediatamente decidió disculparse.
Las opiniones de la crítica fueron en general hostiles y entre las más constructivas rescatamos dos. Una proviene de Eduard Hanslick, su antiguo enemigo, que le reconoció su grandeza y al mismo tiempo se preguntó si el objetivo de un compositor debía ser escribir música para una “serie de tramoyas mágicas”. Wilhelm Mohr opinó que aún cuando los efectos especiales hubieran fracasado reiteradamente, Wagner había ganado la batalla por su obra de arte y no por sus ideas escénicas. Estas y las opiniones de Lindau fueron las más favorables, acaso las únicas reflejadas por la prensa. En realidad, todos presenciaron un nuevo tipo de espectáculo que a la mayoría le resultaba difícil comprender; para colmo, los problemas jugaron en contra. La puesta en escena de un drama musical, u ópera, debía recorrer nuevos caminos acordes a los nuevos tiempos. No se trataba de poner música a “tramoyas mágicas”, sino de que los efectos acompañasen aquello que se desprendía del drama. La melodía expresada por el entramado orquestal debía llevar al espectador los más profundos sentimientos de los personajes, con lo cual la acción en el sentido convencional era reiteradamente transportada a un segundo plano. El dispositivo visual, con la ayuda de nuevas tecnologías, debía ser espectacular: a su manera y aún al costo de las fallas, Wagner se anticipaba al cine.