Comentario
Por Claudio Ratier
Después
A pesar de que no todo fue como Wagner deseó, y de las incomprensiones, a partir de ese momento emergió una nueva especie de wagnerianos, que a manera de secta y cada vez que tuvo ocasión hizo su peregrinaje a Bayreuth (durante los largos primeros decenios los festivales no se sucedieron anualmente y fueron muy difíciles de financiar). Fomentado por su viuda Cosima y sus descendientes, a la muerte de su inspirador se construyó un ferviente wagnerianismo. El ocultamiento sistemático de los aspectos negativos del primer festival, lo mismo que la ceguera y la intolerancia hacia todo lo que no adhiriese a su credo, fueron lo más corriente. Muchos contemporáneos advirtieron que Bayreuth no solo era un lugar donde se producía arte, sino algo así como la meca de una especie de religión elitista y servil hacia todo lo que tuviera que ver con Wagner. Se comenzó a hacer del anquilosamiento un culto que, de haber vivido, el compositor no habría aprobado: siempre fue tras lo nuevo, lo dúctil y revolucionario en pos de las transformaciones. Y aquellos wagnerianos de la religión de Bayreuth no querían transformar nada.
Si desde los tiempos de
Siegfrieds Tod Wagner tuvo en mente una aniquilación final, que luego de haber hilvanado los pasos que llevaron a ella decidió hacer sucumbir a los mismos dioses, encontramos un mensaje. Si el destino de la humanidad es transitar su historia por su lado más negativo (permítaseme esta paráfrasis hegeliana), el ocaso definitivo de la especie es tan inevitable como el hecho de ser pesimistas. Pero gracias al testimonio del arte, alguien alguna vez entenderá que en el hombre no todo fue destrucción. Más allá de los aspectos discutibles y contradictorios de su creador, tan humano, el arte wagneriano nos rescata.