Comentario
Por Claudio Ratier
Una “reina Tudor” para el Carcano
El disgusto de un grupo de aristócratas milaneses con las autoridades de la Scala, fue el motivo por el cual se le encargó a Donizetti un nuevo drama para el Teatro Carcano. Deseaban dar un escarmiento a la gestión de la otra sala y para conseguir su fin planearon una temporada de gran calidad. Le ofrecieron al compositor el privilegio de inaugurar la estación de Carnaval, una compañía de cantantes que incluía a celebridades como Giuditta Pasta, Rubini y Filippo Galli (el bajo que creó el papel de Mustafà en
L’italiana in Algeri entre otros personajes rossinianos), un libreto de Felice Romani y la atractiva suma de 650 escudos. El tema elegido giraba en torno a la figura de Ana Bolena, la segunda y desgraciada esposa del monarca británico Enrique VIII, tema que a su vez introdujo a Donizetti en el mundo de sus tres reinas Tudor. (Siguieron
Maria Stuarda -Scala, 1835, libreto de Giuseppe Bardari- y
Roberto Devereux, donde aparece Isabel I -San Carlo de Nápoles, 1837, libreto de Salvadore Cammarano-.)
Con un buen texto de Romani que por fin lo satisfacía y le era entregado puntualmente, Donizetti compuso su tragedia en la
villa de Giuditta Pasta ubicada en Blevio, sobre el Lago de Como. Era la usanza de la época que si un compositor juzgaba que ciertos fragmentos de óperas precedentes, que no habían tenido suceso y que por tal razón no volverían a subir a escena, eran dignos de ser reutilizados por su valor musical, nada le impedía emplearlos en una nueva ópera. Así
Anna Bolena ofrece, además de música nueva, fragmentos de otras creaciones, desde su predecesora inmediata
Imelda de’ Lambertazzi hasta el distante
Enrico di Borgogna. Tal procedimiento resulta más que apropiado para señalar y poner en evidencia ese camino evolutivo que señalamos, y cuyo fruto es la ópera que hoy nos ocupa. No fue menor la influencia de la Pasta, ya célebre
primadonna en los escenarios más importantes, al momento de aportar su experiencia y criterio durante la concepción de la primera gran partitura de Donizetti, con una heroína central a la medida de su prestigio.
Gracias a la calidad del libreto, que le proporcionó un argumento romántico con dos amantes que se preparan a morir mientras anhelan un más allá que los libere de los sufrimientos terrenales, Donizetti penetró en una era nueva en la que el obligado
lieto fine comenzaba a ser patrimonio del pasado, y en la que pudo desplegar ese pathos que distingue a tantas de sus creaciones futuras. Con la preocupación de crear un drama capaz de cautivar al público, donde nuevos procedimientos conviven con aspectos convencionales, entre los aciertos no deja de hacerse hincapié en el célebre final. Grande y patético, lleva sobre sí toda la carga emocional y musical de la obra, y, distante de los finales tradicionales, corona el devenir de la acción teatral con una maestría que siempre ha sido causa de ferviente admiración. Aúna aspectos de las arias de locura y de muerte y pone a prueba a la soprano, que gracias a tan extraordinario momento le es servida la posibilidad de exhibir sus dotes vocales y actorales. Podemos decir que con su herencia clásica,
Anna Bolena marca la culminación de un largo proceso que deriva en la consagración del compositor y lo coloca en el escenario de la tragedia romántica.