Comentario
Por Claudio Ratier
De los escenarios del sur a la Scala
Para bien o para mal, 1822 no fue un año cualquiera en la carrera del joven Donizetti. Con su actividad repartida entre Roma y Nápoles, contó con el aliciente del favor del público gracias a títulos como
Zoraida di Granata (Teatro Argentina de Roma, 28 de enero) y
La zingara (Teatro Nuovo de Nápoles, 12 de mayo). El buen recibimiento de esta última motivó que entre el estreno y el mes de octubre se llevasen a cabo 52 representaciones. Sin haber contado con un eco de público similar, tampoco se puede decir que le haya ido mal con su farsa en un acto
La lettera anonima (Teatro del Fondo de Nápoles, 29 de junio), temprana manifestación de su conocida vena cómica. Es cierto que a pesar de los altibajos que antecedieron al particular año en cuestión, Donizetti, de notables y tempranas dotes, sólidamente formado en su ciudad natal por Simone Mayr y en Bologna por el Padre Mattei, labraba su propio estilo. También ponía en evidencia una profunda preocupación por la esencia dramática de la ópera, antes que por la elaboración automática de fórmulas musicales: es digno de citar lo escrito por un cronista en el Diario del Reino de las Dos Sicilias, a raíz de
La lettera: “[en el cuarteto
Stelle!
Che intesi! aparece] revitalizado el antiguo procedimiento de nuestras así llamadas piezas concertadas, sin esas cabaletas y esa simetría de motivos que obliga a todos los actores a repetir las mismas frases musicales, no obstante atravesar los más diversos sentimientos […]” (Ashbrok,
Donizetti-La Vita, p. 23).
La lettera anonima alcanzó las 20 funciones. Sumadas las dos experiencias precedentes no estaba mal para un joven de 25 años, que ayudado por una particular capacidad de concentración y de trabajo producía copiosamente y colocaba sus esperanzas en su inminente debut milanés. (Pasar de los teatros del sur de la península al más importante de los del norte, era en verdad muy tentador para la carrera de cualquier compositor.)
El 3 de agosto Donizetti se encontraba en Milán con el compromiso de estrenar, en colaboración con el poeta Felice Romani, un título para la temporada otoñal del Teatro Alla Scala:
Chiara e Serafina, ossia I pirati.
Por el alarmante atraso de Romani la composición empezó tarde y la preocupación del músico creció proporcionalmente: la desconfianza del público milanés hacia todo operista que ya había obtenido éxito en otras ciudades, era suficiente motivo de desvelo. A esto se sumó el nada menor contratiempo de que mientras ensayaban su ópera, los cantantes debían cantar el título que se encontraba en cartel. Para peor, la
primadonna Isabella Fabbrica no pudo concurrir a la totalidad de los escasos ensayos por haber pescado un fuerte resfrío, escollo que casi dio lugar al corrimiento de la fecha del estreno. Pero esto no sucedió:
Chiara e Serafina subió a escena en La Scala según los planes el 26 de octubre de 1822, y a pesar de haber contabilizado doce representaciones su recepción distó del triunfo soñado por Donizetti. Un segundo encargo, prácticamente automático si la ópera hubiese cosechado el éxito, jamás le llegó. Amargado y desmoralizado abandonó Milán y debió esperar mucho tiempo para volver a ofrecer allí una nueva creación. Ocho años más tarde,
Anna Bolena le dio la revancha.