Lejos
de la densidad orquestal característica de sus creaciones anteriores, que en
algunos casos llega a rondar la cantidad de cien ejecutantes, para Ariadne
auf Naxos Strauss concibe una orquesta de cámara de rasgos fuera de lo común.
Utiliza treinta y siete músicos que tienen a su cargo 6 violines, 4 violas, 4
violoncellos, 2 contrabajos, 2 flautas, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 2
trompas, 1 trompeta, 1 trombón, timbales, accesorios de percusión a cargo de
tres ejecutantes, 2 arpas, 1 piano, 1 celesta y 1 armonio. Explota las
diferentes secciones hasta el límite de las posibilidades, desde lo más
reducido (conjuntos de cuerdas, un piano solo interactuando con una voz solista)
hasta el despliegue de la paleta sonora de la orquesta a pleno. Uno de
los secretos para obtener de este “pequeño” grupo un rendimiento y un
colorido que nos maravilla, es que no se trata de una simple masa orquestal,
sino de un conjunto de treinta y siete solistas que tocan sus partes, a veces
solos, otras en forma simultánea. Sólo un sinfonista extraordinario como
Strauss era capaz de realizar este prodigio.
Al
iniciarse el prólogo se escuchan motivos que son asociados a Ariadne, Bacchus,
Zerbinetta, y anacronismos musicales típicos de Strauss, como el empleo del
vals para significar a Viena, en un siglo en el que aún este tipo de baile
distaba de llegar a los salones aristocráticos. A lo largo de esta primera
parte, de dinámica deslumbrante y difícil concertación, escuchamos la palabra
hablada, el recitativo secco, desterrado de la ópera durante prácticamente
un siglo, el recitativo acompañado y el arioso. En la segunda parte, u
“ópera” propiamente dicha, apreciamos el aria de bravura en forma cerrada,
con sus tremendos artificios ornamentales que nos remiten a otros tiempos. Hacia
el final se advierte gracias a la presencia de Bacchus el influjo wagneriano,
que desemboca en uno de esos momentos tan caros a Strauss, que son los estados
contemplativos y de goce espiritual. El final de Ariadne auf Naxos nos
anuncia otra de sus grandes páginas, la “metamorfosis” de Daphne.
Es
oportuno recurrir a otra cita, en este caso las palabras del régisseur Otto
Erhardt, profundo conocedor de la obra de Strauss, consignadas por Juan Andrés
Sala en el programa de mano del Teatro Colón con motivo de la producción de
1982: “ (...) con la gran escena solista de Zerbinetta, Strauss ha llevado a
cabo la renovación del canto de bravura, desterrado de la ópera moderna. El
restablecimiento de la ‘bravura’ aparece aquí estilísticamente justificado
por la confrontación de las dos prime donne de la ópera seria y de la
ópera buffa. Así como en la acción lo trágico es opuesto a la
comedia, en los tipos de voz el soprano spinto se enfrenta al soprano leggero.
El canto de Zerbinetta se apoya casi exclusivamente en el piano acompañante, lo
que agrega un nuevo colorido. Sus pasajes tan enmarañados como brillantes han
dado nuevo impulso a este género del arte del canto, tanto tiempo descuidado y
tenido por superado.”