El
origen de Ariadna en Naxos (Ariadne auf Naxos) está en una
muestra de gratitud de sus autores hacia Max Reinhardt. El prestigioso director
austríaco tuvo a su cargo la régie del estreno de El caballero de la rosa
(Der Rosenkavalier) en Dresde, en 1911, y esta fructuosa colaboración
con Richard Strauss y Hugo von Hofmannsthal dio lugar a que la dupla concibiese
una ópera de cámara breve para representar a modo de divertimento en una
puesta de El burgués gentilhombre de Molière, que Reinhardt pensaba
para el Deutsches Theater de Berlín. La ópera debía reemplazar la “turquería”
que al finalizar la pieza teatral ofrece Jourdain al conde Dorante y a la
marquesa Dorimène, y von Hofmannsthal, responsable de la versión alemana, tuvo
la ocurrencia de que la obra en cuestión transcurriese en la Viena del siglo
XVIII.
La
colaboración entre Strauss y von Hofmannsthal es una de las más fructíferas
de la historia del género lírico. Además del texto para El caballero de la
rosa, von Hofmannsthal escribió el libreto para Elektra (1909), y
tras Ariadne llegarían La mujer sin sombra (Die Frau ohne
Schatten, 1919), Elena egipcíaca (Die aegyptische Helena,
1928) y Arabella (1933, estrenada cuatro años después de la muerte de
von Hofmannsthal). El poeta, escritor y dramaturgo nació en Viena en 1874, y
falleció en Rodaun en 1929. De espíritu profundo y refinado, ocupa un puesto
notable en las letras en lengua alemana de comienzos del siglo XX y, entre sus
actividades, propulsó la creación del Festival de Salzburgo, que fundó en
1917 junto a Strauss y Reinhardt. Allí se representa tradicionalmente su emblemático
misterio medieval Jedermann (Cada cual).
Tras
esta alianza extraordinaria, Strauss pasó por una tristemente interrumpida
colaboración con Stefan Zweig, autor del libreto de La mujer silenciosa
(Die schweigsame Frau, 1935), y por una conflictiva relación con Joseph
Gregor, autor de los textos de Día de paz (Friedenstag, 1938), Daphne
(1938) y El amor de Danae (Die Liebe der Danae, estreno póstumo:
1952). A pesar de ciertos logros de importancia, el músico jamás volvió a
encontrar un colaborador que le posibilitara recoger los grandes frutos que
obtuvo junto a von Hofmannsthal.
Al
momento de decidirse a encarar el género lírico, Richard Strauss ya era un
sinfonista consagrado. Se decía que sus poemas sinfónicos poseían un fuerte
componente dramático, y esto fue un factor decisivo para que abordara la ópera,
que, en idioma alemán y tras la muerte de Wagner en 1883, se encontraba en
estado de orfandad. Tras los primeros pasos representados por Guntram
(1894) y Las hogueras de San Juan (Feuersnot, 1901), se consagró
con Salome (1905), drama con texto de Oscar Wilde, en traducción alemana
del original en francés por Hedwig Lachmann. A esta siguió otra obra
extraordinaria, Elektra, que tal cual se dice líneas arriba representa
la primera colaboración con von Hofmannsthal. No hace falta decir que Strauss
era un artista de fuerte temperamento, pero sí hay que subrayar que el
libretista también poseía esta característica. No era un simple “reciclador
o fabricante de palabras”, sino un intelectual con ideas propias y metas
claras, cuya figura, al momento de encarar Ariadne auf Naxos, adquirió
un importante peso e inevitablemente se topó con la resistencia inicial del músico.
Von Hofmannsthal debió tomarse un arduo trabajo de convencimiento, hubieron
momentos de disgusto y una nutrida correspondencia que dan testimonio de este
proceso de gestación.
Es
apropiado leer las palabras de von Hofmannsthal en una carta a Strauss, para
asomarnos al universo de Ariadne auf Naxos y comprender las ideas del
dramaturgo:
“Trata
de uno de los grandes problemas de la vida: la fidelidad; sobre la necesidad de
aferrarse a lo perdido, hasta la muerte, o de vivir, sobreponerse,
transformarse, sacrificando la integridad del alma y preservando, al mismo
tiempo, la propia esencia, seguir siendo un ser humano y no descender al nivel
de la bestia. (...). En este caso, tenemos un grupo de héroes, semidioses,
dioses (Ariadne, Bacchus, Teseo), enfrentados al grupo humano encabezado por la
frívola Zerbinetta y sus acompañantes, todos ellos figuras ruines de la
mascarada de la vida. Zerbinetta se siente en su elemento, al pasar de los
brazos de un hombre a otro; Ariadne sólo podría ser la mujer o la amante de un
hombre, así como sólo puede ser la viuda de un hombre, o ser abandonada
por un hombre. Pero aún le resta algo: el milagro, el dios. Se entrega a
él, pensando que es la muerte. Es, en realidad, ambas cosas: la muerte y la
vida; es él quien le revela las inconmensurables profundidades de su propia
naturaleza, quien la convierte en una hechicera, la hechicera que transforma a
la pequeña Ariadne; es él quien conjura para ella un mundo del más allá,
quien la preserva para nosotros y, al mismo tiempo, la transforma.
“Pero
aquello que es un verdadero milagro para los espíritus divinos, es tan sólo un
romance pasajero para la terrenal Zerbinetta. Sólo ve en la experiencia de
Ariadne aquello que puede ver: el cambio de un antiguo amante por otro. De
manera que estos dos mundos espirituales se unen irónicamente, de la única
manera en que pueden unirse: en la incomprensión.” (*)
Uno
de los factores que preocupaban a Strauss, si bien demostró interés por la
propuesta, era si el público podría acceder al mensaje filosófico de von
Hofmannsthal. Lo encontraba críptico e inapropiado como argumento para una ópera,
a lo que el dramaturgo le respondió que solo las anécdotas sencillas se
comprenden de manera inmediata, mientras que una obra de arte verdaderamente poética
requiere su proceso para ser entendida: nunca puede ser clara en primera
instancia para el oyente común. Pero decidió hacer concesiones y sugirió
escribir una explicación del sentido de un drama serio y de la personalidad de
Ariadne, sin que esto interfiriese en la acción: explicar, a modo de broma, la
antítesis entre la heroína y Zerbinetta, punto en el que se encuentra el núcleo
de la ópera. Finalmente, Strauss dejó atrás la resistencia inicial y la
solución le pareció una buena idea; además, la oposición entre lo serio y lo
superficial, y su entrelazamiento, no dejaba de ser algo enormemente atractivo.