Comentario
Por Claudio Ratier
Charles Gounod
Al cabo de su paso por el Conservatorio de París, donde fue discípulo de Halévy y de Lesueur, Charles Gounod (París, 17/6/1818 – Saint-Cloud, 18/10/1893) obtuvo en 1839 la distinción más alta a la que podía aspirar un joven compositor: el Premio de Roma (su padre, el pintor François-Louis Gounod, había alcanzado en 1783 el segundo puesto en el mismo certamen). Establecido en la Villa Medici, al momento bajo la dirección del pintor Dominique Ingres, atravesó ciertas vivencias que merecen consideración. Algunas, a la larga, pusieron en estado crítico su vocación por la música; otras, signaron la orientación de su futura carrera. Es que el hecho de frecuentar al monje y predicador Henri Lacordaire, que por ese momento hacía su noviciado en Viterbo, incentivó su hondo misticismo al extremo de que años más tarde, ya en Francia, pasaría por una auténtica crisis vocacional. En cuanto a su crecimiento artístico, no todo se limitó al deslumbramiento con las composiciones polifónicas de Palestrina en la Capilla Sixtina, experiencia que enriqueció tanto su capacidad técnica como su profunda espiritualidad, sino que además acudió al teatro para escuchar con atención las óperas de Bellini y Donizetti. Sumemos el hecho de conocer a la cantante Pauline Viardot-García, hija del célebre tenor y pedagogo Manuel García y hermana de la Malibran, que lo influyó en forma decisiva para revelarse como operista al cabo de algunos años. Estos aspectos indican la dualidad que signó su carrera, con una producción dividida principalmente entre la ópera y la música sacra.
Finalizada su etapa romana y antes de regresar a Francia, Gounod tuvo la oportunidad de emprender una gira artística. Pasó por Austria, donde ofreció su segunda misa con orquesta y escuchó
Die Zauberflöte, y por Alemania, donde también encontró ecos favorables a su música. Fue allí, en la ciudad de Leipzig, donde tuvo el alto honor de que Felix Mendelssohn le organizara un concierto en la Gewandhaus. De regreso en su ciudad natal en 1843, se desempeñó como organista y maestro de capilla de la Iglesia de las Misiones Extranjeras. Arrebatado por ese misticismo que, como hemos visto, ya había encendido su llama en Roma, en 1846 ingresó al seminario de Saint Sulpice. Pero aquello no perduraría demasiado: por suerte para los melómanos del mundo, al año siguiente descartó la idea y se decidió definitivamente por la música.
Su primera experiencia con la ópera,
Sapho (Opéra de París - Sala Le Peletier, 1851), fue escrita para quien tanto fomentó su vocación por el teatro cantado: Pauline Viardot-García. Siguieron en este campo
La nonne sanglante (id., 1854),
Le médecin malgré lui (Théâtre Lyrique, 1858) y su trabajo consagratorio:
Faust (id., 1859). Tras su triunfo dio a conocer
Philemon et Baucis (id., 1860),
La colombe (Theater der Stadt, Baden-Baden, 1860),
La reine de Saba (Sala Le Peletier, 1862) y
Mirelle (Théâtre Lyrique, 1864), esta última con libreto de Michel Carré en lengua provenzal, y concebida para la soprano Caroline Miolan-Carvalho. Ya nos extenderemos sobre
Roméo et Juliette, estrenada exitosamente en 1867.
Transcurrió el tiempo y al cabo de una nueva permanencia en Roma, Gounod se estableció en Londres por cuatro años en razón del estallido de la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871). Sus últimas óperas fueron
Cinq-Mars (Opéra-Comique, 1877),
Polyeucte (Opéra de París, Sala Garnier, 1878) y
Le tribut de Zamore (id., 1881). Con un total de doce obras para el género lírico, dejó inconclusas
Ivan le Terrible, Georges Dandin y
Maître Pierre.