Comentario
Por Claudio Ratier
La moral nueva, ultrajada
Conocedor profundo de los clásicos latinos y de la poesía italiana del Renacimiento, Lorenzo Da Ponte arribó a la escritura del libreto de
Così fan tutte con un refinado grado de perfecciona miento estilístico. Aunque por primera vez no asumía la reelaboración de un argumento preexistente, como en los casos de
Le nozze di Figaro y
Don Giovanni, se señala como fuente de inspiración el mito de Céfalo y Pocris, conocido por el poeta gracias a las Metamorfosis de Ovidio. Este mito ronda en torno a una prueba de fidelidad, tema que también trató Ariosto en
Orlando Furioso, cuyas protagonistas femeninas, Fiordespina y Doralice, hacen pensar en Fiordiligi y Dorabella. Que un literato del siglo XVIII conociera a Ariosto no nos sorprende y, por lo tanto, no dudemos que ambos textos se hayan complementado (ver Stefan Kunze, op. cit. p. 477, 478).
En resumidas cuentas: para el desarrollo de una temática que por su personalidad le era afín, Da Ponte (quien fue, ¿cómo no?, una especie de arquetipo del libertino veneciano del siglo XVIII) tomó un asunto de larga data en el mundo de las letras: el de la fidelidad sometida a prueba. No sobran datos acerca del proceso creativo de
Così fan tutte, como tampoco se sabe demasiado sobre la relación entre el poeta y Mozart. Cada tanto recordamos que no eran amigos (tampoco enemigos, vale la pena aclararlo) y que la comunicación no les habrá resultado fácil: el primero no dominaba el alemán, el otro tampoco hablaba italiano. Qué puede haber de
fondo entre las coincidencias del libreto y las ideas que planteó Mozart en tiempos de la fallida
L’oca del Cairo, es un misterio. No caigamos en la tentación de suponer que Da Ponte se puso a trabajar considerando aquellas intenciones, porque el primer destinatario de la comedia no fue Mozart sino otro personaje, para su propia desgracia tristemente célebre.
Existen personalidades estrechamente ligadas a la historia de la música, como el británico Vincent Novello, compositor y fundador de una conocida casa editorial que aún lleva su apellido. En 1829, junto a su esposa Mary emprendió un viaje de investigación tras las huellas de Mozart, que lo llevó a conversar con Konstanze, su longeva viuda. Quien quizás encabece la nómina de famosas esposas de grandes músicos, le comentó al matrimonio Novello que el libreto de
Così fan tutte no tuvo como destinatario original a su marido, sino que pasó en primera instancia por las manos de Antonio Salieri, Compositor de la Corte y Director del Teatro Imperial, tan maltratado por la posteridad. (Una sentencia largamente difundida, de implacable lógica binaria, demonizó a Salieri como contrafigura de Mozart: el malvado y oscuro mediocre frente
al resplandeciente genio divino.) Pero tras algunos intentos el italiano rechazó el trabajo, que en forma súbita, entre el verano y el otoño de 1789, tuvo como último destinatario a Mozart. A esta historia difícil de probar no se le dio demasiado crédito, hasta que en 1994 se hallaron las pruebas que respaldaron su veracidad. Fue el musicólogo norteamericano John Rice, quien en la Biblioteca Nacional de Austria halló los manuscritos de los escasos fragmentos que Salieri musicalizó:
La mia Dorabella capace non è (n°1, incompleto) y È la fede delle femine (n°2, completo), separados por un breve recitativo de Don Alfonso. Por qué Salieri no continuó
con la composición de
Così fan tutte es un misterio, aunque no es
difícil conjeturar que su carácter complaciente lo haya empujado
a desistir de una obra a cambio de la cual hubiese cosechado
reprobación. O quizás, fue que simplemente estaba muy poco
inspirado.
Aún nos falta redondear la idea de por qué
Così fan tutte indignó a tantos durante tanto tiempo. Si la nueva burguesía se manifestó en contra de la frivolidad y el libertinaje de la decadente aristocracia, tan bien retratada por autores como Choderlos de Laclos o el Marqués de Sade, la consecuencia fue la necesidad de forjar sus propios valores. Destaquemos entre estos la pureza de los sentimientos, la ternura, la idealización de la mujer amada, en resumen: nacía una moral nueva. Pero si Mozart y Da Ponte decidieron ir al fondo de estos valores en construcción para poner en evidencia cuan débiles y cuestionables podían ser, la sociedad del siglo XIX, el siglo del Romanticismo, no estaría dispuesta a perdonar semejante osadía. Pocas cosas pueden ser más irritantes e incómodas, como que alguien atente contra la búsqueda de la propia identidad. ¿Y qué sucede si se destruye ese baluarte social, que es la fidelidad? ¿Tiene lugar en el mundo real? ¿Decididamente hay que renunciar a ella? ¿Puede haber amor sin fidelidad? ¿Hasta qué punto somos libres de sentir frente a los condicionamientos de la cultura? Qué intolerante habrá sido para aquellos hombres que se empeñaron en defender valores eternos e inamovibles, pensar que el ejemplo de Penélope podía darse contra el suelo de la noche a la mañana, porque, después de todo, era tan ilusorio como un espejismo.
Così fan tutte le belle!, non c’è alcuna novità, dice Basilio en el primer
acto de
Le nozze di Figaro. En boca de Don Alfonso, secundado
por los decepcionados Ferrando y Guglielmo, la sentencia reaparece
con todo su peso y a modo de coronación de un peligroso experimento
con el corazón humano, que para los desprevenidos espectadores
se presenta disfrazado de comedia. El final puede parecer
inadmisible, pero encima de ese dudoso restablecimiento del orden
pende un interrogante. Si se ha demostrado la inconsistencia de un
valor tan sagrado, nada volverá a ser como alguna vez los enamorados
creyeron.