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L'ITALIANA IN ALGERI

comentarios

+ introducción   + estreno, repercusión, olvido y exhumación   + buenos ayres   + algunas consideraciones 

Algunas consideraciones acerca de la obra

l’Italiana in Algeri tiene su antecedente inmediato en la ópera homónima de Luigi Mosca, estrenada en la Scala de Milán el 16 de agosto de 1808. De esta creación olvidada que conoció un fugaz éxito de público, siguieron al estreno 35 representaciones y el libreto se debió a un conocido autor de comedias llamado Angelo Anelli. Aún en esta época existía la costumbre, tan extendida en el siglo XVIII, de que un libreto fuese empleado por más de un compositor, así que no debe sorprendernos que Mosca y Rossini hayan musicalizado el mismo texto.

Heredera de la tradición buffa napolitana, la ópera cómica peninsular conoció un momento culminante con Giovanni Paisiello (1740-1816) y Domenico Cimarosa (1749-1801). Sin lugar a dudas quedaban cosas por decir y fue Rossini el encargado de sacarlas a la luz. Con la presteza que aún caracterizaba a los compositores del primo ottocento y con leves modificaciones en el libreto original, la partitura de l’Italiana in Algeri estuvo terminada en 27 días. Es un muestrario de dinámica y vitalidad que para los estudiosos del músico representó una práctica inusual, capaz de renovar el estado de estancamiento en el que se encontraba el género. Gracias a su mentado dominio de la orquestación, que evidencia un profundo conocimiento de Mozart y Haydn, Rossini crea una variedad de timbres, matices y ritmos que forman un todo capaz de jugar un papel principal en el desarrollo de la intriga. La orquesta rossiniana no sólo cumple con la función de acompañar a los cantantes: crea tensión, provoca hilaridad, complementa las palabras que nos transmiten los enamorados con sus angustias, o lleva al extremo las situaciones más disparatadas que atraviesan los personajes. En el aspecto vocal, al “saber decir” característico de la ópera buffa, o a la capacidad de matizar y moverse con libertad a lo largo de una amplia tesitura, se suma otra dificultad técnica que es el dominio de la coloratura, tan característica de estos años en los que el belcanto entraba en su recta final. Las cavatine de Isabella en los dos actos (Cruda sorte!... y Per lui che adoro…) o la de Lindoro en su entrada (Languir per una bella...), al igual que el rondó de la protagonista en el segundo acto (Pensa alla patria…), suelen ser números de concierto infaltables entre los intérpretes que cultivan este repertorio. El aria del temible tirano ridiculizado que es Mustafà, Già d’insolito ardore..., en el primer acto, es una de las páginas más felices destinadas por Rossini a la cuerda de bajo y ejemplifica lo antedicho junto a los otros números mencionados.

Durante una conversación que Rossini y Wagner mantuvieron en 1860 en París, el alemán criticó las formas cerradas de la ópera italiana (arias, recitativos, dúos, etcétera), que ya representaban un lugar común, e hizo hincapié en los conjuntos de los finales de acto. Rossini agregó: “Sí, la fila de las alcauciles… Siempre fui consciente de esta tontería, tenía la impresión de una fila de mandaderos que habían venido a cantar a cambio de una propina.” Con los conjuntos escritos para l’Italiana in Algeri, es como si el compositor hubiese hecho volar por los aires a los alcauciles para terminar con ese anquilosamiento que él mismo percibía, y los logros alcanzados fueron únicos. Hay numerosas páginas que desbordan mucho de la mejor inspiración rossiniana, como el duetto del primer acto entre Lindoro y Mustafà (Se inclinassi a prender moglie…), el quinteto Ti presento di mia man… o el terceto Pappataci!, en el segundo acto. Los finales de acto, en especial el del primero, con sus onomatopeyas y frenética atmósfera, también se cuentan entre los momentos más felices. Acaso exista más perfección técnica en Il barbiere…, pero el despliegue de “locura”, esa “locura organizada” señalada por Balzac al referirse a los finales de acto del compositor, en l’Italiana in Algeri no tiene comparación. La “organización” está en ese orden formal heredado del clasicismo, lo demás es pura genialidad.

Gioacchino Rossini fue contemporáneo del incipiente romanticismo, pero su alma estaba puesta en la época precedente. Se reía de ciertas figuras que eran la debilidad de la nueva generación y que terminaron convirtiéndose en clichés, como tormentas, cementerios, aquelarres, suicidios, fantasmas, pasiones desenfrenadas… l’Italiana in Algeri es el non plus ultra de esa variante tan cultivada en el siglo XVIII, que da cuenta de la predilección por lo exótico de la época y que se denomina “ópera turca”. Quiso reeditar el éxito con un encargo scalígero, Il turco in Italia (1814), pero el resultado no fue el mismo. Su copiosa y relativamente breve carrera como operista culminó con Guillaume Tell (París, Opéra, 1829). Este drama heroico señala nuevos horizontes pero Rossini se retira de la vida teatral. Con el correr de los años y sin atender a las nuevas tendencias musicales, escribirá numerosas piezas vocales de cámara que son las muestras más refinadas de la esencia de su arte. Lo intempestivo es un rasgo que no va en detrimento del genio.

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Músicos Rossinianos: los cantantes sostienen

en sus manos la partitura del duetto “Ai capricci

della sorte…”, de l’Italiana in Algeri