Comentario
Por Claudio Ratier
Entre la castidad y la pasión infernal
La idea del amor en el mundo occidental y cristiano está ligada a lo romántico. Cabe preguntar ¿dónde está la raíz de esa idea, de la concepción común en nuestra cultura acerca de la relación entre los sexos? Lo romántico se remonta a un selecto juego social surgido hacia finales del siglo XI, en las heréticas tierras occitanas del sur de Francia. Resultó de la práctica de los caballeros poetas llamados “trovadores”, que cantaron e idealizaron a damas imposibles unidas en matrimonio a señores poderosos: forjaron lo que se llamó
fin’ amor o amor cortés. El nuevo hábito desplegó un juego donde las nobles acciones del caballero se consagraban a la dama, que era objeto de un amor casto y elevado. Los maridos (reyes, príncipes, condes, etc.) y la sociedad aristocrática aprobaban este juego, a la par que se desarrollaba una nueva percepción del amor. Era común que el caballero fuese socialmente inferior a su señora, y su entrega espiritual revestía sumisión frente a ese amor ideal e irrealizable; aunque la regla podía alterarse y la pureza correr el riesgo de transgredir sus propios límites. Claro que nada era tan rígido como para impedir la consumación del acto carnal y aquí ponemos el ejemplo de dos célebres parejas del amor cortés: la reina Guinevere y Lancelot du Lac, y Tristan e Isolde; con toda razón, el ensayista Jean Markale se refiere a esta clase de unión como la “pareja infernal”.
Digamos a modo deductivo, que el amor cortés purificaba algo que la iglesia condenaba con horror, que no era otra cosa que el placer sexual, al que se sumaba el escandaloso componente adúltero. A veces, el culto por la virgen María disimulaba y sustituía el deseo erótico hacia la dama. De la castidad a la experiencia carnal la distancia era mínima y el
pecado era lavado gracias al sentimiento amoroso unido al deseo sublimado.
Los trovadores desarrollaron una concepción del amor, que pese a la reprobación del clero y a los riesgos que habrán actuado como incentivo en medio del juego, no se extinguió. Por el contrario, germinó y se instaló en la sociedad de la que formamos parte. Pero aquel resultado de la exaltación erótica unida al juego social y a la creación artística, hizo ebullición hacia fines del setecientos para encontrar su propio clímax a lo largo del siglo XIX, el siglo del Romanticismo.
¿Por qué esta introducción? Solo para acercarnos a una conocida obra de la literatura, que a modo de hito ejerció influencia en varias direcciones. Es que el Romanticismo no fue solo un movimiento artístico, sino una forma de experimentar el amor y de vivir, que aún hoy y a pesar del tiempo transcurrido ejerce influencia en la relación entre los sexos.