El juego de perseguir lo imposible
El concepto del amor en el mundo occidental está indisolublemente ligado a lo romántico. Se tiene la ilusión de que esta concepción existe desde siempre, se emplea la palabra “romántico” hasta el hartazgo y aquí debemos preguntarnos ¿dónde está la raíz de nuestra forma de concebir el amor? La idiosincrasia romántica nació como un juego social que hoy, a un milenio de distancia, se nos presenta como transgresor a las normas. Tuvo su punto de arranque hacia finales del siglo XI en las tierras occitánicas del sur de Francia, y apareció como una creación de los caballeros poetas que conocemos como “trovadores”. Ellos cantaron a damas inalcanzables que fueron esposas de señores, las idealizaron y crearon lo que se llamó
fin’ amor, o amor cortés. Las elevadas acciones del caballero tuvieron como objeto a su dama, que era amada con pureza, y todo constituía un juego. Los maridos (reyes, príncipes, demás poderosos) y la sociedad aristocrática adoptaron una actitud aprobatoria y este conjunto fue protagonista y testigo del nacimiento de una nueva visión del amor. En la mayoría de los casos el caballero era de rango social inferior al de su señora, su entrega espiritual era sumisa porque ese amor era inasible, pero el orden de las cosas podía invertirse y la pureza corría el riesgo de traspasar su propio límite. Claro que el amor también se podía consumar carnalmente y no es casual que las dos uniones más célebres del amor cortés, Guinevere y Lancelot du Lac, y Tristan e Isolde, a quienes podemos sumar a Francesca da Rimini y Paolo Malatesta, inmortalizados más tarde por Dante, hayan sido parejas adúlteras. (Con acierto, Jean Markale, al referirse a la pareja cortés la llama “pareja infernal”).
Los trovadores estilizaron una visión del amor que, a pesar de haber sido condenada por la iglesia de Roma por su componente adúltero y pecaminoso, no feneció y germinó en nuestra civilización hasta cristalizarse siglos más tarde. José Ingenieros cita a Lucrecio y nos dice que el amor es “una suprema ley, noble y cruel, magnífica y temible, que pone frente al placer la melancolía de perseguir un ideal, sin alcanzarlo jamás” (1). Aquello tan antiguo como la humanidad, que se manifestó impetuosamente en la alta Edad Media con el impulso de la exaltación erótica y de la creación literaria, hizo erupción hacia fines del siglo XVIII para alcanzar su clímax a lo largo del siglo siguiente.
Esta introducción es apropiada para acercarnos a una obra de la literatura que pasó a ser la piedra fundamental de algo que ejercería amplia influencia en varias direcciones. El romanticismo no fue solo un movimiento artístico, fue además una forma de experimentar el amor, una forma de vida. Hoy, y a pesar de la desahuciada sombra de la posmodernidad, su influencia late en la relación entre los sexos.
1. Ingenieros, José,
Tratado del amor, Losada, Buenos Aires, 1997.
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