Verdi
en el mundo de Shakespeare
“Quizá
no reflejé bien el contenido de Macbeth,
pero que yo no conozca, que no entienda a Shakespeare, ¡no, no, por Dios! Es
uno de mis poetas preferidos. Lo tuve en mis manos desde que era un niño y lo
leo y lo releo constantemente.” Estas fueron las palabras de un Verdi
contrariado por los dichos de un crítico que lo acusó de no conocer a
Shakespeare, con motivo del estreno en París de la versión revisada de la ópera,
en 1865. Con el drama que nos ocupa, el maestro de Busseto realizó una
experiencia señera, sin precedentes, un primer paso en el mundo del dramaturgo
inglés, que desconcertó y dio lugar a comentarios superficiales como los de
aquel crítico; cuántas veces la maravilla, la genialidad precursora, pasa
inadvertida ante la mirada vacua. Años más tarde Verdi regresaría a este
universo que le inspiró sus dos creaciones más geniales, Otello
(Teatro alla Scala, Milán, 5 de febrero de 1887) y Falstaff
(Teatro alla Scala, Milán, 9 de febrero de 1893); en lo que respecta a Rey
Lear, es uno de esos tantos imposibles del mundo de la ópera que nos
provocan una mezcla de angustia con una curiosidad lindante en el absurdo (las
pocas páginas compuestas quedaron en poder del fuego del hogar a leños de
Sant’Agata).
A
Macbeth (Teatro alla Pergola, Florencia, 14 de marzo de 1847) antecedieron Alzira
(Teatro di San Carlo, Nápoles, 12 de agosto de 1845) y Attila
(La Fenice, Venecia, 17 de marzo de 1846). Fueron tiempos de trabajo fatigoso
que llevaron a Verdi al agotamiento de sus fuerzas y a un precario estado de
salud; por más que algún ensayo biográfico señale la tendencia de los
italianos hacia la exageración –cosa muy cierta– es innegable que el
maestro atravesó un estado sumamente crítico, ¡al punto que la prensa difundió
la falsa noticia de su muerte! Pero Verdi superó el mal período gracias a su
sana contextura y juventud (tenía entonces 33 años). No fue la primera vez que
se planteó seriamente abandonar la composición para dedicarse a las faenas
rurales, pero, para fortuna del mundo de las artes, superado ese trance se
encontró, una vez más, sentado ante su mesa de trabajo junto a su asistente y
amigo Emanuele Muzio. Este último, gran colaborador, cuántas veces contribuyó
a ablandar la tensión de su maestro, que decía “aborrecer” la carrera de
compositor, y cosas tales como “un año más y abandono”, mientras la
popularidad de sus óperas crecía día a día.
El
misterio suele rodear a las creaciones de Verdi, pero acerca de Macbeth
y su génesis existen abundantes datos. Se considera altamente probable que la
idea naciera de conversaciones con sus amigos Andrea Maffei y Antonio Lanari,
ante la posibilidad de concebir algo muy atípico en Italia, e incluso ofensivo
por su atmósfera nórdica: una ópera de características fantásticas, con
tinieblas, brujas, fantasmas y demás ingredientes. Las aproximaciones de los
compositores de la península al mundo de Shakespeare se ubicaron entre las
postrimerías del clasicismo y ese romanticismo del primo
ottocento, tan arraigado a su siglo precedente. Señalemos como ejemplos a Giulietta
e Romeo de Nicola Antonio Zingarelli (Teatro alla Scala, Milán, 1796), otra
ópera con el mismo nombre, de Antonio Vaccai (Teatro della Cannobiana, Milán,
1825) Otello
de Rossini (Teatro del Fondo, Nápoles, 1816) e I
Capuleti e i Montecchi de Bellini (La Fenice, Venecia, 1830, más cercana a
la leyenda veronesa que a la obra shakespeareana). Si nos guiamos por documentos
escritos o por su audición, comprobaremos que estas visiones se correspondían
con su época y se alejaban de la esencia del dramaturgo. Verdi, gracias a su
anacrónica genialidad, tuvo un enfoque propio del que no habría sido capaz
ningún contemporáneo: como auténtico campesino, estaba preservado de ciertos
hábitos de su tiempo y se encontraba en las antípodas de algo que con el
correr del tiempo se llamaría “sensibilidad burguesa”. Antes de componer su
nueva ópera se le presentaron diversas opciones. Una sobre el drama Die Räuber,
de Schiller, que más tarde se convertiría en I
masnadieri (Her Majesty‘s Theatre, Londres, 22 de julio de 1847), otra que
no pudo ser, sobre Die Ahnfrau de Grillparzer, y la tercera sobre una de las
tragedias magnas de William Shakespeare, Macbeth.
El compositor comenzó por
I masnadieri e inmediatamente siguió con
Macbeth, completada antes que aquella y a la que se abocó por completo. Su
destino fue La Pergola de Florencia, donde Attila
acababa de conocer el éxito.
Como
en otras ocasiones, Verdi escribió un esquema en prosa que envió a Francesco
Maria Piave para su versificación, y en octubre de 1846 comenzó a componer.
Como la mala salud amenazó con retornar, decidió trabajar a un ritmo pausado,
para no caer en el abatimiento al que lo arrastraron Alzira
y Attila. Ansioso por el éxito de la futura ópera, cuidó detalles más
allá de lo musical, al extremo de escribir a Londres para que le explicasen cómo
se resolvía en escena la aparición del espectro de Banco, trazar bocetos
escenográficos y hacer averiguaciones sobre la ropa de la Escocia medieval;
detalle inusitado para la época, los ensayos se hicieron con los trajes de
escena.
Sobre
un esquema muy avanzado, en enero de 1847 comenzó el trabajo de orquestación,
y, contrariamente a su método habitual de composición, dejó las arias para lo
último. “Verdi comenzó ahora a invertir el orden. Es probable que supiera cómo
era el aria, pero si componía primero la introducción y los compases finales,
tendía a disminuir la importancia del aria y acentuaba la unidad de la escena,
de manera que inclinaba la balanza hacia el drama y la alejaba de la pauta
musical.”1 El compositor desataba una revolución en el género, con un nivel
de exigencias que su tremendo carácter y reputación se lo permitían. Junto a
elementos tradicionales como las infaltables cabalette,
o coros desbordantes de fervor patriótico y sed de justicia, buscó la ruptura
de los números cerrados y logró una continuidad dramático musical asombrosa,
que, a modo de ejemplo, desde el encuentro de Macbeth con su esposa, hasta el
final del Acto I, alcanzó resultados extraordinarios y anunció los logros
futuros. A esto se le suman las particularidades de una orquesta que en vez de
“acompañar” interviene en el drama y aporta curiosos detalles de
“sinfonismo descriptivo”. En lo que respecta al estilo vocal se advierte una
ruptura con los cánones del belcanto:
la música está sobreentendida, no hay que pensar en términos de vocalidad
sino en el valor de las palabras, en dar al texto su sentido. Por momentos, el
canto debe convertirse en un susurro, las palabras deben flotar por el aire al
igual que fantasmas.
Como
tantas veces, la relación con su amigo y colaborador por años, Francesco Maria
Piave, fue tempestuosa. Al poeta le costaba responder a las exigencias del
maestro, tan adelantado a la época en su concepción dramática, más aún en
lo referente a una ópera que estaba destinada a señalar un camino y se
apartaba de lo común. Verdi le decía: “Ten esto siempre presente: usa pocas
palabras... Pocas palabras... Pocas pero significativas... Repito: pocas
palabras.”2 Piave era consciente del valor de la obra y de las dificultades, y
es verdad que ante la disconformidad del compositor y sus propias dilaciones,
Maffei realizó algunos retoques para mejorar el texto.
Siempre
se señala el rasgo de que Macbeth
es una ópera en la cual no existe el infaltable idilio entre soprano y tenor,
cosa que el público de la época esperaba. En cuanto a este último tipo vocal,
si bien tiene asignada un aria en el Acto IV (Ah,
la paterna mano), bella y con buen efecto de lucimiento, dista mucho en su
desempeño dramático y musical del barítono y la soprano, quienes, seguidos en
orden de importancia por el coro, conforman la pareja protagónica. La parte de
Macbeth fue escrita para un célebre barítono llamado Felice Varesi, más tarde
primer intérprete de Rigoletto y de Giorgio Germont. No pudiendo contar con
Sophie Löwe, que debió renunciar por embarazo, la protagonista femenina fue
Marianna Barbieri-Nini. Verdi le dijo a Varesi: “Nunca dejaré de insistir en
que estudie la situación dramática y las palabras; la música vendrá por sí
sola. En una palabra, me haría más feliz que sirviera usted mejor al poeta que
a mí”. Y a Barbieri Nini: “Creo haberle dicho ya que este drama no tiene
nada en común con los otros, y que debemos hacer todos los esfuerzos para
ofrecerlo con la mayor autenticidad posible. También creo que ha llegado la
hora de abandonar las fórmulas y los procedimientos habituales, y creo que de
esta manera se puede hacer mucho más por él, sobre todo usted, que tiene
tantos recursos.”3
1.
Martin, George,
Verdi, Javier Vergara, Buenos Aires, 1984.
2.
Phillips Matz, Mary Jane,
Verdi - Una biografía, Paidós, Barcelona, 2001.
3.
Ídem.
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