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Por Claudio Ratier

El reivindicador de la música italiana

Si lo que con el tiempo devino ópera llegó a fines del siglo XVI para rescatar la palabra del entramado polifónico, y si casi de inmediato se planteó otra visión que puso el acento en un canto ornamental alejado de las intenciones primordiales, decir que la síntesis de ambos criterios estéticos llegó a su fase culminante en el primo ottocento, equivale a señalar el cierre de un proceso de casi 250 años. Y si agregamos que un puro exponente de esa fase es Vincenzo Bellini (Catania, 3 de noviembre de 1801 – Puteaux, 23 de septiembre de 1835), nuestra apreciación contará con un dato sustancial. Es que el arte de Bellini puede entenderse como ejemplo de sincretismo de esos dos puntos de vista divergentes, que se manifestaron cuando todo empezó. El tratamiento de la voz como portadora de la pureza melódica, acompañada por una instrumentación mínima y a su entero servicio, sumado el justo y eficaz peso dramático otorgado a las palabras en las escenas, evidencian que el compositor pudo llevar a un alto grado de superación aquel “hablar cantando” que tuvo su origen en el stile rappresentativo de los primeros dramas florentinos de fines del cinquecento y comienzos del seicento. Paralelamente, con su manejo de los recursos del arte de la ornamentación, también puso en situación límite a la concepción que dio origen a un arte vocal de bravura y lucimiento per se, y que al imponerse se convirtió en sinónimo de ópera italiana. Me refiero a algo nacido en Nápoles en el siglo XVII denominado belcanto, mediante lo cual se privilegió el virtuosismo en detrimento del valor del texto dramático y, como consecuencia, el rescate y valoración de la palabra perdieron importancia.

Fue precisamente en el Real Colegio de Música San Sebastián de Nápoles donde Bellini recibió su formación. De su maestro Nicola Zingarelli heredó el acervo de la escuela belcantística bajo los modelos de Alessandro Scarlatti y Francesco Durante, junto a cierto cuestionamiento de la música de Gioachino Rossini, postura que para los napolitanos tenía algo así como la “fuerza de una ley” (referido por Pola Suárez Urtubey en su artículo escrito para el programa de mano de Norma en el Teatro Colón, Temporada 2001). Oriundo de la ciudad marchiggiana de Pesaro, Rossini era por entonces la máxima figura de la ópera de su país y gozaba de una dominante proyección internacional. Una característica sobresaliente del estilo rossiniano es la riqueza sonora de su instrumentación, rasgo que para una cuna de las tradiciones como Nápoles era juzgado como una influencia foránea que ponía en peligro las raíces que otorgaban identidad a la música italiana. Es lógico que ante esta realidad y bajo la influencia del Real Colegio, Bellini desarrollase una técnica instrumental distinguida por la sencillez de recursos y por su transparencia tímbrica, particularidad que dio pie a que los partidarios de un arte libre de influencias germánicas lo considerasen un reivindicador de la música peninsular.

Además de la influencia belcantística Bellini recibió la marca que le dejara su estudio de los cuartetos de Joseph Haydn. La influencia se percibe con facilidad al comparar la construcción de las arias y su acompañamiento, con la amalgama producida entre las voces inferiores que acompañan y las superiores que “cantan”, en las fundacionales piezas que para este tipo de formación escribiera el maestro austríaco (quizás el origen de este rasgo haya pasado inadvertido a los partidarios mencionados más arriba). A su vez el melodismo belliniano influyó en Frédéric Chopin, quien con una siempre comentada emoción encontró en nuestro compositor una fuente de inspiración. Bellini conoció el éxito, fue célebre y cumplió con el requisito de conquistar París. Pero a pesar de su lugar de privilegio fue allí donde uno de sus aspectos, el de su técnica instrumental, fue puesto en tela de juicio.
 

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