Por Sandra De La Fuente Tal vez sólo la ironía -entendida como el talento para observarse desde lejos y despojarse de la solemnidad y la autoindulgencia- pueda salvar a algunas obras del repertorio operístico de terminar convertidas en piezas de museo.
Si el drama de Anna Bolena, la ópera de Donizzetti con que Buenos Aires Lírica abrió su temporada, vuelve a vibrar es gracias a ese agudo tamiz de ironía que aporta el régisseur Pablo Maritano y a la ductilidad de un elenco impecable por donde se lo mire y escuche.
Pero en la lectura de Maritano y su equipo (la escenógrafa Andrea Mercado, la vestuarista Sofía Di Nunzio y el diseñador de luces José Luis Fiorruccio), la escabrosa tragedia doméstica del rey Enrique VIII, -rememorado en un vestuario de Tudor pomposo y colores saturados-, excede el marco de la pura anécdota, alcanza a los autócratas de inmaculado blanco y ostentosos brillantes de nuestro tiempo, como la frivolidad e irracional crueldad, enfermedad del poder ilimitado.
La escenografía no puede ser más sintética: el estilo Tudor sutilmente marcado en el relieve cuadriculado del fondo negro y en los trofeos de caza que bordan el alto de las paredes. El de las cornamentas también es el lugar que ocupa el coro, apenas sus cabezas pueden verse: toda individualidad es sometida al arbitrio y capricho del déspota. Cabezas y cornamentas anticipan el desenlace brutal.
Con voz potente y una gama infinita de matices expresivos, el bajo Christian Peregrino encarnó al sádico Enrico, manipulador perfecto: tan odioso como atractivo.
Imposible pensar en una Anna Bolena más lograda que la que protagoniza la chilena Macarena Valenzuela. Afinadísima, Valenzuela tiene una voz preciosa, de registro muy parejo, pero además cuenta con una sensibilidad única para conducir sin tropiezos toda la tensión del drama, del registro irónico del comienzo -casi en clave de comedia-, hasta la desoladora tragedia final.
Aunque tuvo un comienzo un poco tímido corporalmente, la mezzo Florencia Machado encontró rápidamente el tono de su personaje, una potente Giovanna Seymour. El tenor Santiago Ballerini, hizo un Percy de timbre hermoso y ductilidad dramática no tan habitual en los de su registro. Otra chilena, la mezzo Luciana Mancini, compone un Smeton de gran riqueza vocal. Una nota aparte merecen las damas de compañía que encarnan Teresa Floriach y María José Iglesias, que sin cantar una nota, se convierten en piezas fundamentales de la escena.
El coro de Juan Casasbellas sonó y actuó bien ajustado. La pequeña orquesta, dirigida por Rodolfo Fischer, tuvo algunos mínimos desajustes que no empañaron para nada esta gran apertura de temporada.