La magia del canto en el Ulises de BAL
Por Pablo Kohan
LA NACION, Domingo 19 de julio de 2009
Gran trabajo del director Juan Manuel Quintana y de un elenco de cantantes bien liderado por Víctor Torres.
Il ritorno d´Ulisse in patria. De Monteverdi. Con: Víctor Torres, Evelyn Ramírez, Franco Fagioli, María Cristina Kiehr, Jaime Caicompai, Pilar Aguilera, Carlos Ullán y elenco. Ensamble I Febiarmonici. Régie: Alejandro Bonatto. Dirección: Juan Manuel Quintana. Buenos Aires Lírica. Teatro Avenida. Nueva función: hoy, a las 18.
Nuestra opinión: muy buena.
Las expectativas no eran pocas. Después de todo, se trataba del estreno en la Argentina de El retorno de Ulises , la penúltima ópera de Monteverdi, de 1640. Hay que recordar que con Ulises, y con La coronación de Popea , llegaba a su final aquella ópera temprana, surgida hacia 1600. A paso redoblado, venía avanzando una nueva ópera en la cual lo teatral iba a sucumbir ante una búsqueda que apuntaba a la belleza musical, al lucimiento de los cantantes. Sin embargo, en esta presentación de Ulises , todo una paradoja, lo mejor, sin lugar a dudas, estuvo en el canto y en la concreción musical, por sobre una opinable elección escénica.
La propuesta escenográfica de Alejandro Bonatto fue tan simple y atractiva como efectiva. Sobre el escenario se dispuso una amplia tarima rectangular que ocupaba casi todo el espacio y, en su centro, dos gigantescas puertas tubulares. Por fuera de las puertas, el exterior. En el interior, cada vez que las puertas se abrían, el palacio donde Penélope espera el regreso de Ulises. Pero el acierto escenográfico no tuvo un correlato en las marcaciones actorales, en el vestuario ni, lo más espinoso, en un planteo teatral que denotara alguna coherencia discernible.
En el Prólogo, los personajes aparecieron de etiqueta, pertinente si lo que se buscaba era establecer diferencias con la ópera concreta que venía a continuación. Pero después Telémaco, un guerrero en pollera, recordaba a ciertos personajes de dibujos animados, Ulises lucía una solera casi tropical, Minerva, una verdadera diosa, cambió frecuentemente de aspecto. Y así sucesivamente, cada personaje vestía sin ajustarse a algún patrón. Por momentos, las luces determinaban espacios y situaciones y, en otros, cierta escenografía naif, si no absurda, se asomaba sin que hubiera alguna justificación. Y si el erotismo que rodeó al dúo de Eurimaco y Melanto fue apropiado para una escena de amor, los jugueteos y ciertas actitudes orgiásticas hetero u homosexuales del segundo acto parecieron ser un recurso tan extemporáneo como prescindible. De todos modos, por suerte, hubo música y hubo canto.
Determinante
De lo general a lo particular, la mano de Juan Manuel Quintana en la creación de esta partitura y en su conducción fue determinante. Sobre el esqueleto primitivo y los faltantes que campean en el original de Monteverdi, se pueden realizar muchas versiones. Esta de Quintana se ajusta maravillosamente bien a las propuestas discursivas y estéticas de Monteverdi. Y el ensamble I Febiarmonici sonó estupendamente bien. Pero lo determinante para que la música flotara, mágica, vino de unos cantantes en estado de excelencia que pasearon sus habilidades muy ajustados a una única y muy compartible idea de canto, esa que distingue a Monteverdi y al barroco temprano de cualquier otra experiencia posterior.
Expresividades intensas sin voluptuosidades inapropiadas y afinaciones que esquivaron una a una todas las dificultades que plantea una línea melódica no tonal, con diseños ariscos y desvíos inesperados para sorprender al más prevenido. Víctor Torres, siempre magnífico, no sólo venció a sus adversarios en el segundo acto por habilidad y fortaleza sino porque, esencialmente -y con el mayor respeto por sus contrincantes-, era mejor cantante. María Cristina Kiehr (Minerva) guió a Ulises por la senda del triunfo. Si esta Minerva, se apareciera ante cualquier mortal, con la voz y las certezas de Kiehr, pues a no dudarlo: hay que seguirla. Franco Fagioli, demasiado duro en su actuación, canta maravillosamente bien, potente, afinadísimo y con fraseos exquisitos. Evelyn Ramírez abrió la ópera llorando la ausencia de su marido, con un inolvidable lamento de intensa musicalidad. Y en general, esa coherencia que en lo escénico lució esquiva, gozó de muchísima salud en el plano vocal. Cada uno de los cantantes se ajustó a un planteo general incuestionable, con seguridad y holgura. Las suficientes como para gener una intensa ovación final, largamente merecida.
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