BUENOS AIRES LÍRICA - La experiencia de la opera
 
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Prensa
Deslumbrante Iphigénie en Tauride en el teatro Avenida
Por Jaime Botana
Diario Crítica de la Argentina, lunes 22 de septiembre de 2008


Una de las obras más nobles de c. w. gluck.
Con dirección del maestro Alejo Pérez Pouilleux, Buenos Aires Lírica produjo una increíble puesta de Iphigénie en Tauride, de Gluck, que se convertirá en una referencia difícil de superar.

Si se hiciera una encuesta acerca de cuáles son los compositores más importantes en la historia de la ópera, yo estaría entre los que creen que son -en un juicio ajeno a mis preferencias-, Monteverdi, Gluck, Beethoven, Mussorgski, Wagner, Debussy, Berg y Penderecki, porque cada uno de ellos cambió el género de tal manera que no volvería a ser el mismo después. No, ni Mozart ni Verdi, a pesar de que me duele casi físicamente no incluirlos.

Podríamos hacer una encuesta entre nosotros. De todos ellos, seguramente el menos considerado es Christoph Willibald Gluck (1714-1787). Sin embargo, tal como aclara y propone en el "Prólogo de Alcestes", entre varios otros dictámenes, la ópera debe dejar de ser un vehículo de distracción mundana, la palabra debe primar sobre la música, las arias para lucimiento exclusivo de los cantantes deben desaparecer, y el género debe reivindicar su lugar como fiesta dionisíaca. Una revolución extraordinaria que cambiaría el camino de la ópera para siempre y sería luego reafirmada y consolidada por Wagner.

Gluck tuvo la rara desgracia de nacer entre Bach (1685-1750) y Mozart (1756-1791), en una época en la cual lo importante eran los divos, en especial los castrati, y que se dirigía implacablemente hacia el Romanticismo.

Pero él era austero hasta el ascetismo y no hacía música demagógica ni apasionada/sudorosa, sino que buscaba la verdad escénica y musical con armas castas y clásicas. Su meta era la de llegar a los orígenes helénicos. Y así lo hizo con su obra, cuya cumbre es Iphigénie en Tauride, que seguramente nunca será popular pero que, de manera igualmente segura, es una de las obras más nobles del repertorio.

Aun sabiendo el riesgo que corría al programarla, Buenos Aires Lírica la incluyó en su repertorio y consiguió un resultado de una calidad y distinción que marcará un hito en cualquier crónica de esta época que se escriba.

Contó para ello con un elenco notable, comenzando por Virginia Correa Dupuy, que ha transitado por los registros vocales femeninos brillando como mezzo y ahora deslumbrando como soprano. Su encarnación de Iphigénie fue excepcional. Hierática, majestuosa y emocionante en su sufriente contención, hizo honor a los dictámenes del autor, y protagonizó la obra con total dominio de sus tremendas exigencias. Excepcional.

A su lado, brillaron Luciano Garay en una parte de especial dificultad, que oscila peligrosa y constantemente entre la necesidad de una expresividad opuesta a la de la protagonista y la tentación de sobreactuar. Lo hizo con estilo, voz y dominio escénico. Carlos Ullán -una revelación de importancia mayor dentro de nuestro plantel de tenores- hizo una estupenda versión de Pílades, con los mismos riesgos y logros de su amigo Orestes.

No se destacó menos la encarnación del Rey de Ernesto Bauer, implacable y feroz en su contención.

El Coro de Buenos Aires Lírica estuvo estupendo en su afinación, actuación y movimiento escénico. El dominio general del estilo se completó con la maestría del tan difícil y riesgoso idioma francés.

Rita Cosentino se constituyó en un imprescindible eje de la producción en su doble tarea de régisseuse y diseñadora de escenografía. Una enorme cabeza de Agamenón dominó el despojado escenario, destrozándose de a poco a medida que transcurría la acción de la cual él era ausente y cruel protagonista.

Los interminables y muy frecuentes ballets de este estilo fueron trocados por la régisseuse en movimientos escénicos bellos y significativos; entre ellos, el ceremonial cambio de vestuario. Un logro mayor.

El diseño de vestuario de Stella Maris Müller pareció ser, al igual que la escenografía, una materialización de la música y un comentario acerca de la psicología de los cantantes.

Horacio Efron, diseñador de iluminación, completó el elenco talentosamente guiando nuestras emociones por medio de la luz y de la sombra.

La Camerata Bariloche fue un lujo añadido y fundamental, y la protagonizó con belleza de sonido y fiel acatamiento del estilo, siendo de destacar el exquisito equilibrio con las voces, su elocuente comentario entre las escenas y la exactitud y afinidad de afectos en los recitativos, trampa mortal de Gluck que sortearon con autoridad.

Toda la acumulación de adjetivos y superlativos señalan inequívocamente al director, el maestro Alejo Pérez Pouilleux, que llevó la nave a puerto a través de muy peligrosas aguas con suprema autoridad, claridad de gesto e impecable musicalidad.

Es imprescindible que el Maestro, claramente señalado para ser uno de los directores mayores del mundo, sea contratado ya para el futuro inmediato, asegurando su pronto y frecuente regreso.

Bravi tutti, y gracias a Buenos Aires Lírica por haber producido un espectáculo que se convertirá con seguridad en punto de referencia futura difícil de superar.

 
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