Con más tragedia que erotismo
PERFIL, ESPECTÁCULOS, Domingo 9 de noviembre de 2008
Virtuosa desde la sobriedad, la puesta de la pieza lírica más compleja de Mozart fluye desde lo musical, aunque queda a mitad de camino respecto de la sensualidad que ésta exige. En los números finales se destacó la riqueza del tejido orquestal.
Don Giovanni es, sin dudas, la más compleja y rica de las maravillosas piezas líricas de Wolfgang Amadeus Mozart. Esta complejidad y esta riqueza están presentes tanto en la partitura como en el libreto, que por otra parte se amalgaman en ella más que en ninguna otra del compositor austríaco. Se trata también de la versión más perfecta del mito del "libertino castigado" (el dissoluto punito , como reza su título), que condensa drama y juego, pero donde el primero de estos dos elementos predomina a todas luces.
La ópera de las óperas, como la llamó E.T.A. Hoffmann, es un gran desafío pero también un festín para un régisseur. La versión de BAL tuvo la virtud (lamentablemente, cada vez menos común) de la sobriedad. Rita de Letteriis decidió sostener las extensas arias sin apelar a elementos exteriores que distrajeran, ubicando simplemente al personaje en la situación, con algunos resultados más felices que otros, en un contexto estético "tradicional", pero con una escenografía de líneas netas y texturas muy ricas (obra de Santiago Elder), muy bien complementada por la iluminación de Eli Sirlin.
Amor y muerte, Eros-Tanatos, son los dos grandes ejes de Don Giovanni, y se entrecruzan todo el tiempo. Aquí se logró poner de relieve lo tanático, pero lo erótico estuvo ausente casi por completo. El mayor ejemplo de esta inexplicable ausencia fue el dúo de Zerlina y Don Giovanni (Là ci darem la mano) y el recitativo que lo precede, donde el seductor hablaba de la fragancia y suavidad de las manos de la campesina desde unos cuantos metros de distancia.
En más de un caso los cantantes buscaron infructuosamente a sus personajes. Gustavo Ahualli, correcto en el canto, no encontró la seducción, la presencia escénica ni la elegancia de Don Juan. Hernán Iturralde, que en la apertura de la presente temporada de BAL había compuesto a un desopilante Mustafá, no logró dar con el perfil cómico de Leporello, al que otorgó demasiada sobriedad y mesura, aunque su desempeño vocal fue impecable. Ana Laura Menéndez fue una Zerlina musicalmente atractiva, pero no encontró la sensualidad ni la picardía del rol. Tampoco tuvo suerte Andrea Nazarre, que compuso a una Donna Elvira carente de toda verdad y no emocionó en ninguna de sus intervenciones. En el otro extremo, Carla Filipcic-Holm y Carlos Ullán sí encontraron a sus personajes, Anna y Ottavio, y les dieron la cuota de expresividad, tragedia y dignidad necesarias; como si fuera poco, ambos cantaron en el mejor estilo mozartiano, con solvencia y refinamiento, y con sus voces hechas a la medida de este repertorio. Gustavo Zahnstecher dotó a su Masetto de vitalidad escénica e inteligencia musical, lo mismo que Ricardo Ortale (Il commendatore). La dirección de Carlos Vieu (que pese a moverse con más comodidad en otros estilos concertó con mano segura) tuvo en los números finales de los dos actos sus mejores momentos;: en ellos la música fluyó con tempi dinámicos y se destacó la enorme riqueza del tejido orquestal. El Coro, preparado por Juan Casasbellas, se oyó impecable en sus breves fragmentos. Más allá de los aspectos discutibles de esta versión, la "ópera de las óperas" nunca deja de emocionar y siempre es bueno dejarse seducir por la profundidad de Mozart. |