Nuestro florido jardín
Por Pola Suárez Urtubey
LA NACIÓN, Jueves 14 de junio de 2007
Por lo que podemos advertir, la ópera es hoy un asunto de interés, agrado y aún fascinación por parte de gente joven, pero también de personas de edad media y aún madura que llegan con expectativas, frente a lo que en otro tiempo rechazaban o les era indiferente.
Muchas de esas personas, jóvenes y no tanto, tal vez no sepan que durante algunos lustros del siglo XX se vaticinaba que la ópera estaba muerta y enterrada. Esto surgía especialmente desde las barricadas de los compositores de la década del 50, para quienes lo fundamental era la extensión de la escritura serial, el desarrollo de los medios electrónicos y la introducción del azar. Teniendo en cuenta estas propuestas, es natural que tanto ellos como sus seguidores hayan tenido a la ópera como un género bastardo, por lo que era "saludable" decretar su muerte a partir de entonces. Lo anterior era de museo. Pero ocurrió que en la década siguiente algunos de esos autores, abrumados por la soledad, comenzaron a introducir elementos teatrales en su música. Es que el escenario podía ser un lugar ideal para "debatir" cuestiones filosóficas, estéticas y políticas. Hubo que reconocer que se había dado la extremaunción a la ópera con excesivo apresuramiento. Porque lo que vivimos hoy, en estos albores del XXI, es una formidable creatividad operística, en culturas y países, que nunca habían accedido a este género, al menos en su formato occidental.
Pero hay otro fenómeno en torno de la ópera. Y no menos apasionante. Es el de la actualización de repertorios de los siglos pasados. Décadas atrás nadie imaginaba que Haendel pasaría a sernos casi tan familiar como Mozart. Cada vez más títulos están a nuestra disposición en registros de calidad excepcionales, o en representaciones en vivo, como acaba de ocurrir entre nosotros con Rodelinda , dentro de la temporada de Buenos Aires Lírica. Tal vez, no todo este ímpetu esté libre de excesos. El Festival de Halle 2006 ofreció su versión de Admeto (que Haendel compuso en 1727) con la que muchos espectadores están en desacuerdo, por la zafada mezcla de sexualidad y violencia que allí se ve. También puede discutirse la incorporación de algún título desconocido para nuestros diccionarios y catálogos. Es el caso de Fernando, Re di Castiglia , que no es sino la reconstrucción de Alan Curtis (editada el año pasado) de la ópera Sosarme , que sí figura en las listas de obras de Haendel. ¿Tiene este cambio de nombre algún fundamento? El hecho es que Sosarme fue el título, con su historia oriental, con que se conoció la ópera en 1732. Pero el protagonista original haendeliano fue Don Fernando de Castilla, a quien hubo que sacar del medio, así como a su historia y lugar de la acción, cuando Inglaterra, la patria adoptiva del compositor, advirtió que el tema tocaba puntos inconvenientes para su política. Volver ahora a Castilla parece tan innecesario como gratuito.
De todas maneras, la ópera como género, la de todos los tiempos, vive, florece, nos entrega nuevos brotes, nos asegura tiempos felices. Que algún régisseur de moda la ridiculice, por ejemplo haciendo bailar a Violetta Valéry la danza "del caño", no debe preocuparnos ni ponernos de mal humor. Verdi es invencible, mientras nuestro jardín sigue fresco, florido y radiante. |