Por Claudio Ratier
  Tiempos difíciles

Attila
El estreno
En Buenos Aires

TIEMPOS DIFÍCILES

Durante el período comprendido entre Ernani (La Fenice, 1844) y Luisa Miller (San Carlo, 1849) Giuseppe Verdi compuso diez óperas. I due Foscari (Teatro Argentina, 1844), Giovanna D'Arco (Scala, 1845) y Alzira (San Carlo, 1845), junto a su predecesora Ernani, fueron estrenadas en menos de un año y medio, entre marzo de 1844 y agosto de 1845. La battaglia di Legnano (Teatro Argentina) y Luisa Miller se dieron a conocer en 1849, y fue recién a partir de la segunda cuando el ritmo comenzó a desacelerarse y llegó Rigoletto (La Fenice, 1851), drama que marcó un importantísimo hito en la carrera de Verdi.

El compositor veía acrecentarse aquella celebridad conquistada con Nabucco (Scala, 1842), sus óperas se representaban en las principales salas de Italia y como todo autor prestigioso de la época ganaba importantes sumas de dinero. Los encargos de nuevos títulos por parte de los teatros parecían reproducirse por debajo de las baldosas y la constante presión generada por tal demanda no fue positiva: como resultado, tanto la salud como el arte de Verdi se resintieron. No es exagerado decir que la aparición de Emanuele Muzio, joven músico promovido por Antonio Barezzi -antiguo mecenas y suegro de Verdi- fue providencial. Muzio, incondicional del compositor a lo largo de toda la vida, fue su secretario, su discípulo, el amigo que estaba en todo momento y quien le ayudó a soportar la presión de aquellos anni di galere (“años de esclavitud”, como bien los definió el propio Verdi), hasta el extremo de controlarle el suministro de las medicinas.

Aún contando con tan valiosa ayuda, Verdi debía ocuparse -además de su labor propiamente dicha- de los contratos, la elección de los cantantes, el trato con editores y empresarios de toda clase, los viajes de una ciudad a otra. La jornada de trabajo habitual abarcaba de las ocho de la mañana hasta pasada la medianoche. Si el estreno de I due Foscari en el Argentina de Roma no fue lo que se hubiese deseado -descontento del público por el elevado precio de las entradas, bajo rendimiento de los protagonistas-, la admiración por Verdi no disminuyó y la ópera comenzó a ser aceptada a medida que se sucedían las representaciones. Para esta época, el gobierno hizo acuñar una medalla con la efigie del músico. Siguió Giovanna D'Arco , inspirada en un drama de Schiller y compuesta aproximadamente en cuatro meses, con mucho apuro y entre los preparativos de una reposición de I Lombardi alla Prima Crociata para la Scala.

Gracias a una correspondencia muy abundante sabemos mucho sobre la vida de Verdi. Entre tanta documentación podemos encontrar unas palabras de Muzio, en las que se lamenta por el agotamiento y el delicado estado de nervios del Signore Maestro, tan absorbido por la escritura de aquella nueva ópera y la reposición scaligera.

La crítica no fue benévola con Giovanna D'Arco, pero Verdi se sintió conforme. Siguió Alzira y podemos aseverar que este título representa el punto menos amable de toda su carrera. No viene al caso extendernos sobre ella, pero sí decir que fue escrita bajo una enorme presión, acaso más que sus predecesoras, y los problemas se reflejaron tanto en el libreto como en la música. Los buenos cantantes y un público en general bien predispuesto lograron que el estreno funcionase óptimamente, y aunque nos indigne que un sector de la prensa napolitana -de esa prensa que no necesariamente se mueve por intereses artísticos- fuese hostil a Verdi, es cierta la sentencia de un tal Vincenzo Torelli: “Ningún talento humano es capaz de producir dos o tres grandes óperas por año”. En una carta a su amiga la condesa Maffei, Verdi dijo con respecto a Alzira : “La compuse casi sin saber que la estaba componiendo, sin esfuerzo, y por este motivo, aún cuando fracasara, no me hubiese entristecido demasiado”. Más allá de la cuota de simpatía inicial de los napolitanos, él mismo reconoció que su ópera distaba enormemente de la calidad deseada y llegó a juzgarla como “realmente horrible”, al punto de que cuando se planeó una reposición para Roma, lo cual implicaba una revisión, opinó que Alzira era insalvable y que intentar retocarla sólo la empeoraría.

Durante 1845 y con sólo 32 años, Verdi padeció tremendos dolores estomacales, de cabeza, laringitis, neuralgias y reuma. Perdió mucho peso y estuvo al borde de la muerte. Las presiones y el stress laboral fueron implacables con el maestro y aquí es oportuna una breve digresión. A partir del nacimiento del género operístico en el siglo XVII es común encontrarnos con períodos de alta proliferación: la ópera fue el gran negocio de los empresarios teatrales a lo largo de mucho tiempo. No es raro enterarnos de que en el siglo XVIII varios compositores llegaban a tener unas cincuenta óperas en su catálogo, y en algunos casos podían aproximarse a la centena. Pero no retrocedamos tanto y tomemos dos predecesores inmediatos de Verdi. Entre La cambiale di matrimonio (1810) y Guillaume Tell (1829) transcurrieron prácticamente veinte años en la vida de Rossini, durante los cuales escribió 39 óperas, registrándose en más de una ocasión cinco estrenos anuales. Entre la escena dramática Il Pigmalione (1816) y el estreno de Caterina Cornaro (1844) la producción de Gaetano Donizetti arroja un total de 73 títulos, producidos en 28 años y entre los que encontramos muy pocos sin concluir. Estrenar cuatro o cinco títulos anuales era normal, y, con esta información a mano, ¿cómo explicamos la sentencia de Torelli?

En los tiempos de producción a alta escala los estrenos se sucedían sin parar, el reciclaje, la reescritura, el “autopréstamo” y el tomar prestado lo ajeno eran moneda corriente y, por supuesto, la calidad resultaba muy dispar, desde lo maravilloso hasta lo absolutamente prescindible. Como en todas las épocas, los genios también fueron escasos durante el gran auge de la ópera: conocemos muy bien el nombre de Händel -glorificado como artista, perjudicado por el “negocio” operístico-, pero ¿cuántos compositores de aquellos años, prolíficos y activos, quedaron sepultados en su época y para siempre? No sabemos el número exacto, pero estimamos que es muy elevado. En los primeros decenios del siglo XIX, siglo durante el cual el género siguió siendo un negocio rentable, editores y empresarios teatrales aún mantenían ciertos hábitos dieciochescos en el manejo de sus asuntos, y tanto Rossini como Donizetti, entre otros músicos de ese período, debieron amoldarse a aquellos usos y costumbres. Hoy nos puede sorprender el aspecto cuantitativo, pero en aquella época componer a gran escala era corriente. Verdi, unos cuantos años más joven que sus dos predecesores, debió vivir un período de transición: “ya no se podían producir dos o tres grandes óperas por año”, por más genial que fuera el compositor. Una vez superada esta etapa de cambio, el músico -y el artista en general- conquistó un nuevo puesto y logró imponer su voluntad, descartar el pragmatismo de las épocas precedentes, obedecer a la inspiración romántica, componer menos y ganar enormemente en cuanto a la calidad artística. El precio que debió pagar Verdi por atravesar una etapa de transformación fue alto, pero más alto aún fue su triunfo, como lo demuestra la larga y admirable evolución de su obra.

Ni las peores adversidades pueden destruir al genio y, a pesar de todos los padecimientos, Attila llegó al universo verdiano para arrojar luz e imponer su valor.

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